martes, 8 de marzo de 2011

Del gallego bruto al indiano: Mitología contradictoria del desarraigo


Primero con los conquistadores de imperios de ultramar, que habían sido porquerizos en su patria, luego con comerciantes y administradores que hallaban la fortuna en el Nuevo Mundo, en España se afianzó el mito del indiano, alguien que no era precisamente un nativo de América, sino un español que había emigrado a América, donde de algún modo que no valía la pena investigar, porque se hubieran descubierto procedimientos no siempre rectos para enriquecerse, el indiano había formado una familia (en ocasiones mestiza, aunque con mayor frecuencia regresaba soltero, para encontrar una esposa joven de su lugar de origen) y había continuado soñando con el terruño, al punto de que volvía para instalarse en él espléndidamente, para envidia de amigos y vecinos que lo conocieron cuando era pobre, en palacios que guardaban la memoria de América.
Se rodeaba de magnolios que producían flores de aromas embriagantes, guacamayos multicolores y gritones, hamacas, tortugas desubicadas, orquídeas y plátanos de invernadero, peces de intensos colores y palmeras del trópico. Es un anecdotario rico en contradicciones. Por un lado el indiano afirma que no hay nada como el lugar donde nació, a pesar de que los exiliados europeos fueron expulsados por el hambre y la falta de oportunidades. Por el otro, que nunca se vuelve del todo al puerto de donde se partió, como afirma el texto de los Upanishads, escrito en la India, quinientos años antes de nuestra era.
Por algún motivo que ignoro, mi abuelo nunca renunció a la vida que había establecido en Argentina. No dudó en cambiar de residencia, de San Pedro a Mar del Plata, cuando tenía setenta años, pero no intentó devolverse a su comarca natal en Navarra (se conformó con levantar un hotel que denominó Navarro). Quizás lo detuvieron las convulsiones de la República española durante los años ´30, que iban a culminar en la Guerra Civil. Probablemente guardaba mal recuerdo de la familia que lo expulsó de su seno, para no tener que dividir el patrimonio del primogénito. Estuvo dos veces en Europa, antes de casarse, para disfrutar de dos exposiciones universales, disfrutó su estadía en Paris, encontró tiempo para comprar obras de arte y árboles exóticos que plantó en el patio de su casa en San Pedro.
Nunca oí que hubiera planeado regresar a su terruño. Tampoco hallé entre sus pertenencias recuerdos de la patria dejada atrás, fuera de la maleta de gruesa suela con la que viajó cuando era un niño (y eso, como un objeto pasado de moda, al que ya nadie en la familia prestaba atención). Mi abuelo había rechazado la imagen del indiano, pero no por eso quedó convertido en uno más del país donde pasó casi toda su vida. No era un gallego bruto, por su proveniencia, pero le endilgaban la imagen del vasco empecinado.
En Argentina se encasillaba a los que venían de otros países, en algunos casos mediante el humor, una herramienta que estaba al alcance de todos, porque era difundida sin problemas por los grandes medios de comunicación. En la discriminación a los judíos, el humor era dejado de lado y se utilizaban insultos tan ofensivos como genéricos. Si alguien decidía mostrarse de ese modo, como me tocó presenciar fuera de San Pedro, alrededor de mis veinte años, era para demostrar que había leído los Protocolos de los Sabios de Sion.
Los nativos del continente americano y aquellos en los que se percibían los ancestros africanos, no disfrutaban de mejor trato. Ser el Negro o el Indio de un grupo, no era un privilegio, y sin embargo no se denunciaba como discriminación. De acuerdo al discurso oficial, Argentina prefería verse como una nación generosa, receptora, pero no en todas las ocasiones, ni con todo el mundo por igual. La Ley de Residencia (la 4144 de 1902) podía aplicarse a cualquiera que no hubiera nacido dentro de las fronteras nacionales, cuando sus actividades molestaran al régimen de turno, por lo que se procedía a expulsarlo sin más trámites, dejando de lado el tiempo que hubiera permanecido, la familia que hubiera formado, la veracidad de las acusaciones, etc.
Aunque la Constitución prometiera igualdad de derechos y obligaciones para todo aquel que habitara el territorio nacional, bastaba el habla cotidiana para indicarle a cada uno cuál era el lugar que le correspondía, del que mejor fuera no apartarse.
Gallego era el gentilicio que se aplicaba a una serie de nativos de distintas regiones de España, no solo de Galicia. De acuerdo a la imagen popular, correspondía a alguien trabajador pero corto de miras, incapaz de apartarse de sus metas, aunque le fuera la vida en ello. Una serie interminable de anécdotas y chistes confirmaban la correspondencia del mito con la realidad.
A mediados del siglo XX, Niní Marshall había impuesto en películas y programas de radio el personaje de Cándida, empleada doméstica gallega. De los ancestros del marido de uno de mis tías maternas sabía que provenían de Mallorca, en las islas Baleares del Mediterráneo, porque algunos parientes políticos se lo recordaban, para molestarlo, diciéndole “mallorquín muerto de hambre”.
El Tano podía ser un italiano de cualquier proveniencia. En San Pedro había lombardos, como mi abuelo Bovio, vénetos, como unos clientes de mi padre que recibían tarjetas postales de Belluno e incluso suizos, como los padres de mi abuela Grigioni. No conocí sicilianos y calabreses hasta que me mudé a Mar del Plata, donde continuaban trabajando en la pesca, tal como habían hecho en su patria. Se suponía que los tanos eran trabajadores, apegados a la familia (a la que explotaban en sus pequeñas empresas) y reticentes a gastar el dinero que tanto les había costado ganar. De ellos, uno apreciaba la comida, el esplendor de las mujeres y la música; después de la Segunda Guerra Mundial, también el cine, que se presentaba como lo más opuesto que pudiera imaginarse a los convencionalismos de Hollywood.
Turco era una denominación todavía más vaga, porque incluía a los nacidos en cualquier país árabe, los nativos de Medio Oriente, incluyendo a los griegos. Cualquiera que fuera demasiado moreno, tuviera cabello rizado y luciera grandes bigotes, quedaba incluido en esa categoría, aunque algunos fueran rubios, de ojos claros y mejor no preguntar la religión, porque el estereotipo se desarticulaba y uno debía enfrentar entonces la evidencia de una ignorancia corregible, sin duda, pero no por eso menos incómoda.
Ruso tenía una imprecisión todavía mayor, porque se refería tanto a los rusos cristianos ortodoxos, como a los judíos de Rusia o Polonia. Supongo que debí tener más de un compañero judío en la secundaria, pero el tema no se mencionaba entre nosotros. Ellos no cursaban la materia Religión (católica, apostólica y romana) que había impuesto la administración peronista y eso era todo lo que percibíamos de su diferencia. Al terminar de la adolescencia, comencé a tener amigos judíos, pero yo no era demasiado religioso por entonces, y tampoco me parecía de buena educación preguntar a los demás sobre el tema. Ellos no mencionaban sus celebraciones tradicionales, como yo tampoco mencionaba las que habían sido parte de mi tradición.
Daba lo mismo que el chino hubiera llegado de Japón, Corea o efectivamente China. No conocí a ninguno en San Pedro, durante la Segunda Guerra Mundial, y desconozco que se los hubiera encerrado en campos de concentración como sucedió en Perú o Paraguay, siguiendo el ejemplo de los Estados Unidos, pero no costaba nada localizarlos una generación más tarde en las tintorerías de Buenos Aires o Mar del Plata, en los invernaderos de City Bell, que veía desde el tren cuando uno se acercaba a La Plata. De los chinos no se sabía nada, fuera de que trabajaban de sol a sol, jamás morían (porque heredaban los pasaportes) y no se les entendía ni una palabra. Cuando comenzaron a incorporarse al rubro de la alimentación, circuló el mito de que consumían cualquier animal que atraparan, desde perros a ratas.
Gringos había en San Pedro, gente como nuestro vecino John Cummings o Jane Austen, mi profesora de inglés en la secundaria. Daba lo mismo si provenían del Reino Unido o América del Norte. Aquellos que conocí, carecían del aura de poder que habían disfrutado en el pasado inmediato, los gestores y administradores de frigoríficos, líneas ferroviarias, Bancos y grandes casas comerciales. Eran gringos pobres, bien educados y trabajadores. La época de oro de los gringos en Argentina se había extendido por un siglo, desde la caída del régimen de Rosas y el gobierno de Perón se afirmaba míticamente en la expulsión del gringo explotador, que había dado forma a un país exportador de materias primas del agro. “¡Yankys go home!” era un eslogan que comenzó a circular después de la invasión a Nicaragua, en 1954 y en ese momento no parecía referirse a la realidad inmediata de quienes lo coreaban.

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